La noche era más próxima a la llegada del sol que a su
partida. Aramis apuró hasta encontrar una sonrisa que le dejara dormir.
Cabizbajo y sin apenas esperanza, se dejó llevar al paso de su caballo hasta
llegar al establo. Bajó de la montura y lo acarició mientras le susurraba algo
al oído. Algo que le decía todas las noches, por cada una de las noches que
continuaban con vida. El aire puro de la montaña, el calor de la sangre después
de una batalla, la tímida luz de una puesta de sol… su vida. El uno sin el otro
no habría sobrevivido, después de todo.
En ese momento, dos bastardos aparecieron desde las sombras
por la espalda. Los hombres habían decidido probar el filo de su espada cuando
intentaron asaltarle. Las espadas se cruzaron incontables veces y Aramis, sin
iniciativa alguna, consiguió repeler cada uno de los ataques de la mejor forma
posible. Ninguna de las heridas fue mortal y primero acabó con uno, y luego con
el más bajo de los dos. Aquellos hombres debían haber sido enviados por alguno
de sus enemigos. Vivir con honor y por la seguridad del pueblo tenía sus
consecuencias. Ya estaba acostumbrado al peligro que le acechaba día tras día
pero nunca le habían esperado en su propio hogar, temporal, pero su hogar.
Cuando la victoria ya era suya se derrumbó, debilitado por la pérdida de
sangre, mareado y confundido por el sobresalto. Su conocimiento se perdió
durante un par de horas.
Cuando despertó estaba en su cama, solo y con la vida entre
sus brazos. Tan solo pudo recordar lo que vio mientras perdía el conocimiento
tumbado en el suelo: Unos pies se le acercaban con paso decidido. No supo cómo
ni por qué, pero aquello que fuera lo que le salvó, le alejó de sus mayores
temores durante un instante.
De esa persona tan solo pudo discernir su gran lunar, lo que
la diferenciaba de las demás.
A.