lunes, 12 de septiembre de 2022

El asalto


CRÓNICA

Parte 5



Jerome dio una segunda patada y consiguió abrir la puerta. Trató de avanzar, pero apenas consiguió ver nada. El humo era tan denso y corrosivo que le impedía abrir los ojos con claridad. Llevaba un pañuelo para respirar el poco oxígeno que quedaba. El fuego iluminaba intermitentemente la habitación y se propagaba principalmente por las paredes y el techo. Caminó cauteloso, soportando el flagrante calor, entre las primeras pequeñas montañas de cenizas y de alguna madera encendida.

-         ¡Aramis, Fleur! ¿Dónde estáis? ¡Aramis! -Exclamó Jerome muy asustado-.

Avanzó a tientas, tratando de no quemarse, cuando escuchó una tos seca unos metros más adelante. Jerome se acercó mucho más decidido y reconoció el vestido blanco con aquellos estampados de flores tan hermosos. Del vestido blanco lino ya no quedaba prácticamente nada, solo manchas de ceniza negra. Su trenza se había quemado y comenzaba a deshacerse.

-         ¡Fleur! ¿Estás bien?

-         ¡Aramis! Busca a Aramis, por favor.

Fleur se incorporó muy lentamente y agarró lo que quedaba de su vestido por la parte inferior. Tensó sus manos y con varios tirones muy bruscos consiguió quedarse con un pedazo de tela que se llevó rápidamente a la cara para protegerse del humo. Fleur salió al rellano para respirar y lograr al fin, dejar de toser. Jerome continuó gritando el nombre de su amigo, pero nadie respondió. Miró a su alrededor y observó un montón de escombros, maderas candentes y superpuestas que se habían desprendido del techo. De pronto, entre aquellos restos, vio el jubón de Aramis. Rápidamente puso el pañuelo en sus manos y comenzó a apartar las vigas de maderas con gran esfuerzo. Al coger la primera, sus manos se quemaron y gritó de dolor. Aun así, continuó apartando una tras otra. Su amigo estaba allí debajo, pero era consciente de que no podría resistir mucho más; el calor comenzaba a hacerse insoportable. En ese momento, Fleur apareció a su lado, mucho más serena que antes, y comenzó a retirar algunas maderas también. Sus guantes blanco lino le ayudaron a soportar el dolor.

En poco más de un minuto consiguieron retirar todos los escombros y entre los dos arrastraron a Aramis fuera de la habitación y continuaron por las escaleras hacia la planta baja. Allí, Jerome le hizo un gesto a Fleur y giraron por el pasillo hacia una puerta trasera. En ese instante, se abrió la puerta principal y entraron tres hombres con sus espadas desenvainadas. Fleur y Jerome acostaron rápidamente a Aramis, arrinconado en una de las paredes. Jerome sacó su espada y caminó hacia ellos muy seguro de sí mismo. Fleur se arrodilló al lado de Aramis, dejó su espada acostada y trató de despertarlo. Desesperada lo zarandeó, le gritó y le suplicó:

-      ¡Aramis despierta, no te rindas por favor! Estoy aquí, todavía estoy aquí. No quiero que te vayas, no decidas por mí. Sabes lo que siento y lo difícil que es todo esto. No te rindas Aramis, eres un mosquetero, mi mosquetero-. Fleur le abrió un poco su camisa y apoyó la cabeza en su pecho. Se concentró y sintió cómo el corazón le latía débil, descompasado, pero latía.

Fleur recobró un ápice de esperanza y trató de centrarse y pensar. No soportaba la idea de perderlo para siempre. Entonces se cercioró de que Jerome estaba ganando tiempo, zascandileaba por el pasillo intimidando a sus adversarios, sonriendo. Ninguno de ellos se atrevía a dar la primera estocada. Ninguno quería ser el primero en morir.

Finalmente, dos de ellos se decidieron y lanzaron dos estocadas simultáneas. Jerome no tuvo más remedio que retroceder. Los golpes se sucedían: algunos los paraba con la espada, otros los esquivaba; pero no dejaba de caminar hacia detrás y cada vez se encontraba más cerca de Fleur y de Aramis. Debía hacer algo. Decidió cambiar su actitud y trató de separarlos lanzando continuas y potentes estocadas. Consiguió dividirlos y pudo clavar su espada en el pecho de uno de sus agresores. Reculó sutilmente para protegerse de los otros dos, mientras veía cómo se desangraba.  De pronto, uno de ellos corrió rápidamente a por él y logró embestirle tan fuerte con el choque de espadas que cayeron al suelo.

Mientras tanto, el tercero se acercó hacia Fleur y Aramis que se encontraban a escasos metros más atrás. Miró a Fleur que continuaba de rodillas y le sonrió; lo tenía hecho. Cargó su espada y se dispuso a terminar con el sufrimiento de Aramis. De repente, Fleur sacó la espada de Aramis de su jubón y se la clavó en el muslo de donde empezó a borbotar mucha sangre; la femoral debía estar destrozada. El hombre anonadado, cayó al suelo y quedó inmóvil.

Jerome y aquel soldado lucharon únicamente con sus manos durante varios minutos. En un momento dado, Jerome vio cómo Fleur atravesaba con la espada el cuerpo de su contrincante, que cayó de rodillas, fulminado. Ella sola había terminado con dos de ellos. No sabía por qué, pero no le sorprendía.

El humo empezaba a descender y sin más dilación decidieron arrastrar a Aramis fuera de la casa. Fleur lo tapó con su propia capa y decidieron reunirse con los demás. Al girar la esquina vieron el establo arder completamente y cómo las puertas se abrían de golpe y salían Porthos y Athos con los caballos. Había cuerpos abatidos por todas partes, pero no mucho más lejos de allí se encontraba el duque de Chambèry con todavía 20 hombres por lo menos. Ninguno tenía intuición de huir. Los dos bandos se acercaron lentamente hasta que el duque, con una sonrisa dijo:

-         Dejad esto de una vez. No tenéis nada que hacer.

-         No es justo que tengas a alguien contra su voluntad. -dijo Jerome-.

-       ¿Voluntad? De eso muy pocos hombres tienen el honor de poseer, y yo soy uno de ellos. Fleur, mi vida, sube a lomos de mi caballo y vayámonos. Perdonaré la vida a tus amigos, pero jamás los volverás a ver.

-     Porthos y Jerome dieron un paso al frente y desafiaron a todo aquel grupo de soldados mirando uno a uno.

Por su parte, Athos hacía señales a Fleur para preguntarle por Aramis. Fleur aguantó el impulso de romper a llorar mordiéndose el labio superior y le indicó dónde lo habían dejado. Seguidamente Fleur cerró los ojos, soltó la espada de Aramis y comenzó a caminar. Jerome hizo ademán de pararla, pero Fleur se lo impidió:

-        No, Jerome. Es lo mejor. -dijo Fleur-. Ya habéis luchado suficiente por mí. No se si Aramis sobrevivirá y jamás me lo perdonaré. Es lo mejor para todos.

-         Él siempre vuelve. -intervino Porthos mientras cogía su espada-. Deberías quedarte con nosotros y luchar.

-         Lucharé desde el otro lado, os lo debo.

 Fleur continuó hasta el conde, quien le tendió la mano. Ella subió con agilidad detrás de él. Sin dudarlo, el conde dio un giro y comenzó a trotar alejándose de ellos junto a su pequeño ejército. Jerome, muerto de rabia, alzó su espada y gritó junto a sus compañeros:

-         ¡Todos para uno!

Y a lo lejos, muy a lo lejos, casi fuera de aquellos muros caminaba un hombre moribundo que trataba de cortarles el paso a todos los jinetes, sin ni tan siquiera una espada. Con una voz tosca, entrecortada, dolorida, pero valiente y confiada, Aramis respondió:

-         ¡Y uno para todos!

Todos los jinetes comenzaron a cabalgar hacia él. Aramis consiguió esquivar a los primeros caballos, tambaleándose de uno a otro, esquivando las espadas y a los animales, hasta que uno consiguió embestirlo, tirándolo a tierra y siendo pisoteado por el resto que venían por detrás. Entre ellos, el caballo del conde de Chambèry, mientras se alejaba con su prometida. Jerome, Athos y Porthos decidieron no seguirlos para darle a Aramis una oportunidad de sobrevivir. Aramis no sentía nada, ni los brazos, ni las piernas, ni tan siquiera el aire de sus pulmones. No había dolor, tan solo abrió los ojos y esperó su final, para poder volver a cerrarlos.

A.



lunes, 29 de agosto de 2022

Por querer, que no sea.



Por querer, quiero ser tu compañero

El que te invita a su vida solo con un beso

El que a oscuras te despierta por una sonrisa

El que te dibuja con sus manos a escondidas


Por querer, quiero ser parte de tu vida

El que navega mar adentro y comparte las heridas

El que se llena de música y te escucha en las canciones

El que te observa hasta descubrir todos tus rincones


Por querer, quiero quedarme cerca

El que nunca da un no como respuesta

El que vuela contigo, tan lejos, que se pierda

El que te ofrezca su mano y nada le detenga


Quiero que me quieras,

Ser tuyo, y caminar, donde sea.


A.

viernes, 26 de agosto de 2022

Entre cenizas

 

CRÓNICA 

Parte 4



Al caer la noche, Aramis esperaba en un pequeño comedor que había en la planta superior. Había preparado pescado, queso y vino. Estaba terminando de encender un par de candelabros cuando la puerta del comedor se abrió. Fleur estaba más hermosa que nunca. Llevaba un vestido blanco lino con estampados de flores y hojas verdes. Su cabello lucía una preciosa trenza que se entrelazaba con diferentes lirios hasta alcanzar su espalda.

Al fin, sus sonrisas pudieron desnudarse a la luz de las velas. Se miraron y se abrazaron con las palabras durante horas, mientras el vino y el calor sonrojaban sus mejillas. En sus pupilas podía observarse el tintineo radiante del fuego junto a sus rostros. Llevaban tanto tiempo deseando aquel momento que al principio de la cena todavía les costaba disfrutarlo. Estaban nerviosos, sedientos del otro.

De pronto, Aramis se percató de unas luces que aparecieron a través de la ventana. Se asomó lentamente y vislumbró cómo una cola de antorchas avanzaba montaña arriba por el camino. Debían de ser casi cien hombres los que subían por la ladera: Un ejército.

- Ya están aquí. -dijo Aramis con un suspiro-.

Fleur se exaltó y comenzó a hacer aspavientos con las manos tratando de tomar una rápida decisión que salvase sus vidas. Sin embargo, Aramis se mantuvo en silencio, sosegado, hasta que apoyó su frente en la de ella, cerró los ojos y sin perder la magia, le dijo:

- Baila conmigo.

A Aramis parecía no importarle lo que había allí afuera. Estaba decidido a no luchar más, a enfrentarse a su final, a su derrota y a dejar de ser perseguido. Tan solo le importaba ella y aquel momento. Estaba convencido. En cambio, Fleur estaba dispuesta a intentarlo hasta el final. Fleur creía en ellos, en los mosqueteros, y sabía que merecían una oportunidad. Pero cuando quiso reaccionar, ya era tarde. Aramis se le acercó y deslizó suavemente las manos desde sus hombros hasta sus muñecas, recorriendo lentamente cada centímetro de su piel. Fleur quedó petrificada. Aramis enredó lentamente los dedos con los suyos como si se tratase de un mago con sus cartas, con la destreza de saber dónde colocar cada una. Durante más de cinco minutos bailaron, en un único abrazo, en un único cuerpo.

De fondo se oían gritos y el relinche de decenas de caballos. A cada minuto se vislumbraba mejor la luz del fuego de las antorchas que se acercaban. Sin inmutarse, escucharon el crujir de los cristales de una de las ventanas y vieron cómo entraba una piedra envuelta en fuego. Sucesivamente fueron llegando más y más piedras. Ninguna consiguió golpearles, pero tampoco era ese su objetivo. De repente, uno de los sillones prendió y el fuego comenzó a propagarse por una de las paredes. Fleur amagó con separarse, pero Aramis sin gran esfuerzo la retuvo entre sus brazos. Sus siluetas se trasladaron a la pared opuesta al incendio y se entrelazaron a la luz de las llamas, formando sombras de innumerables formas y tamaños que crecían y disminuían por momentos. Eran dos cuerpos que jugaban a ser uno, unidos por dos finas sombras que en ocasiones se fusionaban. Bailaban tan pegados que notaban el latir exaltado de sus corazones.

El humo comenzó a invadir la habitación, pero ellos permanecieron juntos, abrazados. En un momento dado, las sombras se perfilaron claramente en la pared y se pudo discernir cada una de las partes de sus caras: la frente, la nariz, los labios y el mentón. No quedaba más tiempo y las sombras de sus rostros se acercaron muy lentamente, frente a frente, nariz con nariz y boca con boca, tan próximas que desaparecieron en la oscuridad. La gran sombra se movió como la marea de un mar en calma, voluble y densa, tan testigo de un inminente final como de un amor verdadero. Sus cuerpos ardían y se estremecían por dentro mientras el fuego comenzaba a propagarse por toda la habitación. Aquel beso duró hasta el final, hasta que el humo les impidió mantenerse en pie, se tambalearon y perdieron la consciencia.

Aramis había encontrado su razón de vivir después de muchos años y de tantas batallas. Estaba convencido de que era el mejor final que jamás había podido imaginar. Ella y él envueltos en llamas. Pronto se abrazarían entre cenizas hasta la eternidad. Y los mosqueteros y sus crónicas pasarían a ser definitivamente una leyenda. ¡Y qué leyenda!

 

 

A.

El collar de Allevard

 

CRÓNICA

Parte 3

 


Habían transcurrido un par de horas cuando la niebla ya se había disipado por completo. El bosque ya había dejado paso a una llanura extensa y de árboles solitarios. A los costados del camino comenzaban a amontonarse rocas de gran tamaño, desprendidas de las gigantescas montañas que los rodeaban. El desnivel aumentaba progresivamente hacia los pies del Mont Blanc, que aún quedaba bien lejos. Paseaban en hilera a unos diez metros de distancia donde encabezaba Athos, seguido de Porthos, Aramis y Jerome, que cerraba la caravana de jinetes.

Fleur tenía la cabeza apoyada en uno de los hombros de Aramis y la ladeaba suavemente al ritmo del caballo. Sus manos envolvían a Aramis por la cintura y sus ojos descansaban muy cerca de los suyos. Aramis sentía de nuevo el calor en su espalda, de sus cuerpos, de sus vidas. Notaba su pausada respiración, su olor inconfundible y el cabello, que le acariciaba el cuello cuando soplaba el viento. Al cabo de unos minutos, Aramis le susurró al oído y la despertó:

- Ya hemos llegado.

Se encontraban en lo alto de una de las montañas de la sierra conocida como el collar de Allevard. Un poco más abajo, se permanecía el pequeño pueblo que le daba nombre al collar. Delante de ellos apareció una imponente masía de dos plantas, con grandes extensiones de tierra y un pequeño muro que la rodeaba. Un joven les abrió la puerta exterior que daba acceso al recinto y entraron a descansar. Ya amanecía cuando Aramis acompañó a Fleur a la habitación en el segundo piso y la observó hasta que recuperó el sueño, segundos después. Seguidamente decidió bajar de nuevo a tomar un trago en el salón. Habían pasado muchas cosas y muy deprisa. No había tenido tiempo de procesar toda la información, todo el riesgo que habían asumido y que seguía asumiendo. No había dado dos tragos a la copa cuando Jerome apareció y se sentó en otro sillón diciendo:

- ¿Pensabas que te dejaría solo esta noche? -preguntó a través de una mirada complaciente y sorbiendo su primer trago-.

- Nunca dejas de sorprenderme Jerome. Gracias por sacarla de allí y por estar aquí, conmigo.

- Gracias a ti por luchar por la justicia, por creer querer, por todos nosotros.

Rápidamente Aramis hizo un gesto levantando la copa en lo alto y Jerome le imitó. Ambos brindaron por la vida y por el amor.

A la mañana siguiente, Aramis se despertó sobresaltado sintiendo un filo helado sobre su espalda. Cuando abrió los ojos únicamente pudo ver otros ojos marrones, observándole sin mediar palabra. Fleur dejó escapar una media sonrisa y le acarició lentamente la cara, por las mejillas, cerca de su boca. Aramis comprendió que tan solo había sido un mal sueño. Miró a su alrededor y por la cantidad de luz que entraba intuyó que era tarde, ya que el sol debía posarse muy alto. Aramis había dormido más de ocho horas seguidas, muchas más de las que acostumbraba a dormir en los últimos meses. Su cansancio y su compañía le habían hecho dormir como ya casi ni recordaba. Se sentía de nuevo en casa, con su familia.

Pasaron escondidos unos días en lo alto de aquella montaña, en los que tan solo el joven vigía y Jerome bajaban a por suministros. Todos los días traían rumores y chismorreos que los vecinos de Allevard comentaban por doquier: en las calles, en los salones y sobre todo en los mercados. Parecía que nadie supiera que se escondían allí, pero sí sabían una cosa: El duque de Chambèry perseguía sus pistas con más de cien hombres, batiendo cada montaña, cada camino, cada casa. Además, una pequeña parte de sus hombres se dirigían a París en busca de la familia de Fleur. Las vidas de su familia siempre fueron la moneda de cambio por la que Fleur permanecía junto al conde de Chambèry todo este tiempo. Cuando las noticias llegaron, Fleur se puso muy nerviosa y sentenció a Aramis:

- Debo regresar. Si no regreso, sabes que los matarán. ¿No pensaste en eso cuando viniste a por mí?

- Ellos estarán bien. Me aseguré que se escondieran. -contestó Aramis-,

- Yo no quiero que vivan en las sombras como nosotros, merecen mucho más, lo siento, no puedo quedarme.

Aramis tragó saliva y se acercó para acariciarle los hombros lentamente:

- Dame esta noche, aquí, contigo y mañana te doy mi palabra de que sabremos lo que debemos hacer. Si necesitas volver a por tu familia, te dejaré marchar. Deseo que estés y estéis bien, pero te necesito esta noche. Siempre protegeré a tu familia.

Fleur suspiró y abrazó a Aramis. Confiaba ciegamente en él desde el primer día que le conoció.

- De acuerdo, una noche. Pero mañana partiremos. ¿Y qué quieres hacer cuando el sol se esconda?

- Quiero cenar. ¡Y bailar contigo!

- Pero solo una noche.

- La última noche.

La sonrisa de Fleur alumbró las cuatro paredes de la habitación y Aramis contestó con la suya sumiéndose ambos en un fuerte abrazo.

 

 

A.

viernes, 6 de mayo de 2022

El patio de las máscaras 2.

 

CRÓNICA 

Parte 2



Fleur se giró y con un gesto de cortesía le tendió la mano. Aramis con la mano en el corazón le hizo una reverencia y la cogió sin dudarlo.

Comenzaron a bailar y los dos se fusionaron en un solo elemento. No hicieron falta presentaciones ni tan siquiera unas palabras de cortesía porque aquella sería su primera y última canción. No dejaron de mirarse, ocultos bajo sus máscaras, desnudos ante sus ojos. Tocaban sus manos y se dejaban mensajes ilegibles que tan solo ellos reconocían. Bailaron por los viejos tiempos, por todos aquellos compases que les arrebataron.

En un instante recordaron que los dos estaban allí para permanecer el uno al lado del otro. Fueron los mejores minutos de sus vidas desde hacía muchísimo tiempo. La canción terminaba y el murmullo a lo lejos aumentaba. De pronto, su júbilo se disipó de un plumazo cuando se cercioró de que, al fondo del patio, en lo alto de las escaleras, estaba el duque Chambèry con un séquito de guardias. Uno de ellos sostenía con sus brazos una capa negra mientras el duque daba órdenes y realizaba aspavientos en su dirección: le habían descubierto.

La canción terminó y Aramis puso sus manos junto a las suyas y le tendió un papel que Fleur rápidamente consiguió ocultar. Sus caras de preocupación terminaron en una media sonrisa cuando Aramis le dijo:

- Pase lo que pase, guárdalo. Siempre será lo primero que creamos e hicimos juntos.

Aramis desapareció entre la multitud. Consiguió alcanzar una de las puertas laterales por donde entraba el servicio cuando sintió el filo de la espada en su garganta. Petrificado miró a su alrededor y vio como todo el patio quedaba en silencio y toda la atención posaba en él. Se acercaban guardias desde todos los flancos junto al conde que brillaba de orgullo. De repente, dos enmascarados en lo alto de las escaleras sacaron las espadas y derribaron a los guardias de la entrada. Aquel imprevisto lo aprovechó Aramis para girar rápidamente sobre sí mismo y escapar de su presa con un empujón. Blandió su espada y comenzó a correr hacia las escaleras enfrentándose a todo aquel que se le cruzaba en el camino. Cuando llegó arriba, junto a los dos desconocidos que le habían dado la oportunidad de escapar, se dio cuenta de que no había conseguido engañarlos, ya que Athos y Porthos estaban allí con a él, como siempre. Se zafaron una y otra vez de los innumerables guardias tratando de alcanzar la salida. Saltaron a través de una de las ventanas del segundo piso que daban de nuevo al jardín trasero. Allí esperaban ensillados los tres caballos, listos para escapar. La huida fue más fácil de lo que pensaron ya que el bosque y una espesa niebla que se había formado eran los mejores aliados que siempre habían deseado.

Horas más tarde, en un cruce de caminos paseaban lentamente con sus caballos tratando de volver a casa. Ninguno de los tres había mediado palabra, estaban vivos y no sabían cómo. Aramis les debía todo. A lo lejos, apareció un caballo con dos jinetes sobre él. Iban muy tapados y se movían igual de lentos que ellos. Aramis paró su caballo, pero sus amigos continuaron como si no les sorprendiera encontrarse con alguien en aquel lugar indeterminado. Al cabo de un instante, que a Aramis se le hizo eterno, reconoció a Jerome dirigiéndose hacia ellos. Detrás de él, montaba una mujer. De su larga capucha tan solo podía discernir sus ojos, su boca y parte de su fino y rojo cabello. Jerome también fue parte del plan y aprovechó todo el desconcierto para sacarla del palacio.

Aramis se estremeció, bajó del caballo y se acercó para ayudarla a desmontar. Una vez frente a frente, bajó lentamente su capucha para dejar a la luz de la luna su preciosa melena rojiza. Allí fue donde se fundieron en un abrazo eterno, en un cruce de caminos.

A.

jueves, 5 de mayo de 2022

El patio de las máscaras.


CRÓNICA

Parte 1


 

Se dispuso a ensillar la montura, ajustar el faldón y alinear los estribos. Su caballo ya no era aquel que era, pero su jinete era todavía menos de lo que un día fue. Algunas canas asomaban en una barba frondosa y enmarañada, y el largo cabello ahora tan solo era una media melena que apenas se movía al cabalgar. Aramis entró de nuevo en casa para reparar en su jubón y beber su último trago de agua. Hacía años que vivía en las sombras, donde tan solo Porthos y un renovado Athos mantenían sus inseparables vidas al lado de la suya. A ninguno de ellos les quedó más remedio que sucumbir en el olvido, perseguidos a lo ancho y largo de la frontera. Al sur de Francia, cerca de Lyon, se escondían en un pequeño pueblo fronterizo a los pies del Mont Blanc. Sus historias, ya leyendas, los mantenían vivos. Todo aquel que conociera sus nombres, sus historias o el simple deseo de su regreso, podía garantizarle la muerte. Sin embargo, todavía hoy eran muchos los que creían en ellos, en los tres mosqueteros.

Cabalgó durante toda la noche, como casi siempre cuando necesitaba salir de su escondite. Los caminos más inseguros, eran lo único seguro para él. Llegó poco antes del primer rayo de luz a una posada, a las afueras de Grenoble, y pidió una cama y un plato caliente. A punto de dormir, todavía recordaba la conversación de aquella mañana con Porthos: “Debes aceptar las derrotas, irás directo al suicidio”. Con ello, Porthos pensó que Aramis jamás se atrevería a ir solo, que desistiría en su empeño de ir con una única espada a una muerte segura. En cambio, Aramis incumplió su promesa de caballero y les mintió asegurando que renunciaba, porque no quería que sus amigos murieran en aquella flagrante locura que estaba dispuesto a realizar.

Cuando el Sol comenzaba a esconderse, Aramis ya trotaba por los alrededores del palacio de Grenoble, con una larga capa negra que lo tapaba por completo. Vislumbró cada una de las entradas, el muro que lo rodeaba, la inmensa seguridad que aguardaba esperándole y el frondoso bosque que se iniciaba justo detrás del edificio. Ya de noche, decidió dar un rodeo y adentrarse en el bosque a más dos millas de allí para recorrerlo a través hasta el palacio.

Aquella noche se reunían grandes comerciantes provenientes de Italia, duques y representantes de la más alta corte francesa, en el palacio de Grenoble, presidido por el duque de Chambèry y su pometida Fleur. Aramis llevaba muchísimo tiempo en las sombras, sin sus ojos, sin su boca ni su sonrisa; se estremecía solo de recordarlo. Hoy sería su última oportunidad para recuperarla, aunque le costara la vida. El sistema tan corrompido jamás le permitió ni permitiría que marchara con ella. En primer lugar, porque era junto a sus amigos, el hombre más buscado de Francia. Y en segundo, porque estaba enamorado de la prometida de una de las personas más poderosas del país y que llevaba años buscándole para darle muerte.

Dejó su montura y trepó por uno de los árboles contiguos al muro.  De un salto se coló por el gran jardín trasero y tan sigiloso como pudo se acercó a los establos, donde dejó caer la capa y sacó a relucir un elegante traje. De uno de los grandes bolsillos de su capa sacó una máscara en forma de aguilucho, negra con relieves plateados y verdosos que se colocó a modo de antifaz. La máscara tenía un saliente de 3 puntas en forma de pestañas en su lateral izquierdo, que rompía con su simetría. Aquella noche era la fiesta de las máscaras, su amigo Jerome le había hecho una y Aramis iba a regresar.

Todo sucedió muy rápido, mucho más de lo que Aramis hubiera imaginado nunca. Consiguió colarse dentro a través de una de las ventanas y pronto se paseaba por el patio interior con toda la alta burguesía, como uno más. Música, vino, máscaras y vestidos preciosos estimulaban sus cinco sentidos. Al fondo del jardín se encontraba la mesa más engalanada de todas, pero sus dos asientos principales estaban vacíos. Paró un instante y trató de vislumbrar su objetivo entre todo aquel jolgorio de máscaras, y de pronto la vio. Su pelo rojizo era inconfundible. Llevaba un vestido granate escuro, muy ceñido a la cintura que terminaba en forma de campana. Sus adornos ondulares eran preciosos, envolvían sus hombros y la hacían resaltar más todavía. Aramis se acercó muy lentamente a su espalda y cuando comenzó a oler su perfume, le dijo:

- ¿Me permite este baile mademoiselle?

 

A.