CRÓNICA
Parte 1
Se dispuso a ensillar la
montura, ajustar el faldón y alinear los estribos. Su caballo ya no era aquel
que era, pero su jinete era todavía menos de lo que un día fue. Algunas canas
asomaban en una barba frondosa y enmarañada, y el largo cabello ahora tan solo
era una media melena que apenas se movía al cabalgar. Aramis entró de nuevo en
casa para reparar en su jubón y beber su último trago de agua. Hacía años que
vivía en las sombras, donde tan solo Porthos y un renovado Athos mantenían sus
inseparables vidas al lado de la suya. A ninguno de ellos les quedó más remedio
que sucumbir en el olvido, perseguidos a lo ancho y largo de la frontera. Al
sur de Francia, cerca de Lyon, se escondían en un pequeño pueblo fronterizo a
los pies del Mont Blanc. Sus historias, ya leyendas, los mantenían vivos. Todo
aquel que conociera sus nombres, sus historias o el simple deseo de su regreso,
podía garantizarle la muerte. Sin embargo, todavía hoy eran muchos los que
creían en ellos, en los tres mosqueteros.
Cabalgó durante toda la
noche, como casi siempre cuando necesitaba salir de su escondite. Los caminos
más inseguros, eran lo único seguro para él. Llegó poco antes del primer rayo
de luz a una posada, a las afueras de Grenoble, y pidió una cama y un plato
caliente. A punto de dormir, todavía recordaba la conversación de aquella
mañana con Porthos: “Debes aceptar las derrotas, irás directo al suicidio”.
Con ello, Porthos pensó que Aramis jamás se atrevería a ir solo, que desistiría
en su empeño de ir con una única espada a una muerte segura. En cambio, Aramis
incumplió su promesa de caballero y les mintió asegurando que renunciaba, porque
no quería que sus amigos murieran en aquella flagrante locura que estaba
dispuesto a realizar.
Cuando el Sol comenzaba
a esconderse, Aramis ya trotaba por los alrededores del palacio de Grenoble,
con una larga capa negra que lo tapaba por completo. Vislumbró cada una de las
entradas, el muro que lo rodeaba, la inmensa seguridad que aguardaba
esperándole y el frondoso bosque que se iniciaba justo detrás del edificio. Ya
de noche, decidió dar un rodeo y adentrarse en el bosque a más dos millas de
allí para recorrerlo a través hasta el palacio.
Aquella noche se reunían
grandes comerciantes provenientes de Italia, duques y representantes de la más
alta corte francesa, en el palacio de Grenoble, presidido por el duque de
Chambèry y su pometida Fleur. Aramis llevaba muchísimo tiempo en las sombras,
sin sus ojos, sin su boca ni su sonrisa; se estremecía solo de recordarlo. Hoy sería
su última oportunidad para recuperarla, aunque le costara la vida. El sistema
tan corrompido jamás le permitió ni permitiría que marchara con ella. En primer
lugar, porque era junto a sus amigos, el hombre más buscado de Francia. Y en
segundo, porque estaba enamorado de la prometida de una de las personas más
poderosas del país y que llevaba años buscándole para darle muerte.
Dejó su montura y trepó
por uno de los árboles contiguos al muro.
De un salto se coló por el gran jardín trasero y tan sigiloso como pudo
se acercó a los establos, donde dejó caer la capa y sacó a relucir un elegante
traje. De uno de los grandes bolsillos de su capa sacó una máscara en forma de
aguilucho, negra con relieves plateados y verdosos que se colocó a modo de antifaz.
La máscara tenía un saliente de 3 puntas en forma de pestañas en su lateral
izquierdo, que rompía con su simetría. Aquella noche era la fiesta de las
máscaras, su amigo Jerome le había hecho una y Aramis iba a regresar.
Todo sucedió muy rápido,
mucho más de lo que Aramis hubiera imaginado nunca. Consiguió colarse dentro a
través de una de las ventanas y pronto se paseaba por el patio interior con
toda la alta burguesía, como uno más. Música, vino, máscaras y vestidos
preciosos estimulaban sus cinco sentidos. Al fondo del jardín se encontraba la
mesa más engalanada de todas, pero sus dos asientos principales estaban vacíos.
Paró un instante y trató de vislumbrar su objetivo entre todo aquel jolgorio de
máscaras, y de pronto la vio. Su pelo rojizo era inconfundible. Llevaba un
vestido granate escuro, muy ceñido a la cintura que terminaba en forma de
campana. Sus adornos ondulares eran preciosos, envolvían sus hombros y la
hacían resaltar más todavía. Aramis se acercó muy lentamente a su espalda y
cuando comenzó a oler su perfume, le dijo:
- ¿Me permite este baile
mademoiselle?
A.
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