Parte 4
Al
fin, sus sonrisas pudieron desnudarse a la luz de las velas. Se miraron y se
abrazaron con las palabras durante horas, mientras el vino y el calor
sonrojaban sus mejillas. En sus pupilas podía observarse el tintineo radiante
del fuego junto a sus rostros. Llevaban tanto tiempo deseando aquel momento que
al principio de la cena todavía les costaba disfrutarlo. Estaban nerviosos,
sedientos del otro.
De
pronto, Aramis se percató de unas luces que aparecieron a través de la ventana.
Se asomó lentamente y vislumbró cómo una cola de antorchas avanzaba montaña
arriba por el camino. Debían de ser casi cien hombres los que subían por la
ladera: Un ejército.
-
Ya están aquí. -dijo Aramis con un suspiro-.
Fleur
se exaltó y comenzó a hacer aspavientos con las manos tratando de tomar una
rápida decisión que salvase sus vidas. Sin embargo, Aramis se mantuvo en
silencio, sosegado, hasta que apoyó su frente en la de ella, cerró los ojos y
sin perder la magia, le dijo:
-
Baila conmigo.
A
Aramis parecía no importarle lo que había allí afuera. Estaba decidido a no
luchar más, a enfrentarse a su final, a su derrota y a dejar de ser perseguido.
Tan solo le importaba ella y aquel momento. Estaba convencido. En cambio, Fleur
estaba dispuesta a intentarlo hasta el final. Fleur creía en ellos, en los
mosqueteros, y sabía que merecían una oportunidad. Pero cuando quiso
reaccionar, ya era tarde. Aramis se le acercó y deslizó suavemente las manos
desde sus hombros hasta sus muñecas, recorriendo lentamente cada centímetro de
su piel. Fleur quedó petrificada. Aramis enredó lentamente los dedos con los
suyos como si se tratase de un mago con sus cartas, con la destreza de saber dónde
colocar cada una. Durante más de cinco minutos bailaron, en un único abrazo, en
un único cuerpo.
De
fondo se oían gritos y el relinche de decenas de caballos. A cada minuto se vislumbraba
mejor la luz del fuego de las antorchas que se acercaban. Sin inmutarse,
escucharon el crujir de los cristales de una de las ventanas y vieron cómo
entraba una piedra envuelta en fuego. Sucesivamente fueron llegando más y más
piedras. Ninguna consiguió golpearles, pero tampoco era ese su objetivo. De
repente, uno de los sillones prendió y el fuego comenzó a propagarse por una de
las paredes. Fleur amagó con separarse, pero Aramis sin gran esfuerzo la retuvo
entre sus brazos. Sus siluetas se trasladaron a la pared opuesta al incendio y
se entrelazaron a la luz de las llamas, formando sombras de innumerables formas
y tamaños que crecían y disminuían por momentos. Eran dos cuerpos que jugaban a
ser uno, unidos por dos finas sombras que en ocasiones se fusionaban. Bailaban
tan pegados que notaban el latir exaltado de sus corazones.
El
humo comenzó a invadir la habitación, pero ellos permanecieron juntos,
abrazados. En un momento dado, las sombras se perfilaron claramente en la pared
y se pudo discernir cada una de las partes de sus caras: la frente, la nariz,
los labios y el mentón. No quedaba más tiempo y las sombras de sus rostros se
acercaron muy lentamente, frente a frente, nariz con nariz y boca con boca, tan
próximas que desaparecieron en la oscuridad. La gran sombra se movió como la
marea de un mar en calma, voluble y densa, tan testigo de un inminente final
como de un amor verdadero. Sus cuerpos ardían y se estremecían por dentro
mientras el fuego comenzaba a propagarse por toda la habitación. Aquel beso
duró hasta el final, hasta que el humo les impidió mantenerse en pie, se
tambalearon y perdieron la consciencia.
Aramis
había encontrado su razón de vivir después de muchos años y de tantas batallas.
Estaba convencido de que era el mejor final que jamás había podido imaginar.
Ella y él envueltos en llamas. Pronto se abrazarían entre cenizas hasta la
eternidad. Y los mosqueteros y sus crónicas pasarían a ser definitivamente una
leyenda. ¡Y qué leyenda!
A.
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