miércoles, 16 de septiembre de 2015

Las viejas costumbres




Se apresuró hábilmente para sacar de su bolsillo trasero del pantalón un trozo de papel que guardaba con mucho cuidado. Con cierta sutileza desplegó cada una de sus partes dobladas y junto a un profundo suspiro, observó su grandeza. Su tamaño no era más de dos palmos ni sus bordes eran especialmente uniformes.  En cambio, aquel hombre acariciaba su textura con la elegancia y la destreza de un guerrero, como si fuera el arma más valiosa y poderosa que hubiera poseído nunca. Su inseparable Porthos que andaba ya durmiendo en su habitación, había sido quien le había dado aquel papel hacía ya dos meses en la frontera, al este de Francia.

Él y sus dos compañeros se encontraban a dos lunas de París, después de tantos años alejados, tantos sin tercer mosquetero, de recuerdos sin olvidar. Pero volvían a ser tres y volvían para quedarse, en el lugar a estar.

Lo estuvo mirando durante un tiempo que ni el sabría definir hasta que al fondo de la posada apareció el tercero: Un hombre corpulento, barbudo y extremadamente versátil que con una media sonrisa volvió hacia su mesa. Lo más sorprendente era que lo que observaba con tanto detenimiento era el propio papel en blanco, vacío y desgastado, con infinidades de posibilidades y con la libertad de crear la historia más hermosa del mundo, o al menos, una de ellas. Por ello, Aramis protegía aquel insignificante y especial papel en blanco, porque tenía la posibilidad de inventar e imaginar la vida de cada uno de sus espacios inertes. Antes de que llegara su compañero, en la esquina superior izquierda, sin apenas dejar espacio entre sus bordes escribió una única frase con su francés más parisino, vagamente olvidado:


Bienvenue dans má réalité.


A.