Se apresuró
hábilmente para sacar de su bolsillo trasero del pantalón un trozo de papel que
guardaba con mucho cuidado. Con cierta sutileza desplegó cada una de sus partes
dobladas y junto a un profundo suspiro, observó su grandeza. Su tamaño no era
más de dos palmos ni sus bordes eran especialmente uniformes. En cambio, aquel hombre acariciaba su textura
con la elegancia y la destreza de un guerrero, como si fuera el arma más
valiosa y poderosa que hubiera poseído nunca. Su inseparable Porthos que andaba
ya durmiendo en su habitación, había sido quien le había dado aquel papel hacía
ya dos meses en la frontera, al este de Francia.
Él y sus dos compañeros
se encontraban a dos lunas de París, después de tantos años alejados, tantos sin
tercer mosquetero, de recuerdos sin olvidar. Pero volvían a ser tres y volvían
para quedarse, en el lugar a estar.
Lo estuvo mirando
durante un tiempo que ni el sabría definir hasta que al fondo de la posada apareció
el tercero: Un hombre corpulento, barbudo y extremadamente versátil que con una
media sonrisa volvió hacia su mesa. Lo más sorprendente era que lo que
observaba con tanto detenimiento era el propio papel en blanco, vacío y
desgastado, con infinidades de posibilidades y con la libertad de crear la
historia más hermosa del mundo, o al menos, una de ellas. Por ello, Aramis
protegía aquel insignificante y especial papel en blanco, porque tenía la
posibilidad de inventar e imaginar la vida de cada uno de sus espacios inertes.
Antes de que llegara su compañero, en la esquina superior izquierda, sin apenas
dejar espacio entre sus bordes escribió una única frase con su francés más
parisino, vagamente olvidado:
Bienvenue dans má
réalité.
A.