miércoles, 10 de diciembre de 2014

Una vez más


Salvador Dalí. 


Una vez más, cuando más rápido avanzan las agujas y menos tiempo existe para sentir al tiempo pasar consigues, desde la parte más profunda e inaccesible de tu pensamiento, despertar una chispa que organice todas esas ideas inconexas. Cuando el mundo más te exprime y utiliza surge, de repente, esa explosión que ordena el desorden. Pero esa explosión no aprende ni entiende de tiempos ni compases.

En cambio, tú sí que has aprendido a sacarle tiempo al tiempo, a ganar los segundos que no existen, a perder los minutos que no tienes, a dejarlo todo mientras dure la explosión, a sacrificar media hora para ganar una sonrisa, a no decir nada pero a entenderlo todo. Intentas justificarte aunque no tengas que hacerlo. Del mismo modo que cuando escuchas a tu cuerpo, corres, también escuchas a tu mente traduciendo y escribiendo sobre un papel cada uno de los susurros.

Ahora ha surgido ese momento, lleno de susurros, que viene con mayúscula sin saber cómo y que se va con tu punto final. Te das cuenta de que llevas mucho tiempo queriendo creer, que no es tanto el empeño que le pones, que no son tanto las ganas de soñar sino las de encontrarse a sí mismo, las de inventarse de nuevo. Hasta que un día, una vez más, surge esa nueva explosión que ordena el desorden, esa musa puñetera que conecta con tus pensamientos. Entonces crees querer y te obligas a pararte un instante aunque el reloj no haya aprendido a descasar.


A.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Desnudarse en clase

Pulitzer 1958



(...)


Para mí, esto fue la culminación de todos mis gustos. El deporte te desinhibía, la música te acompañaba según el sentimiento que fuera pero las letras, las letras conseguían ordenar mi mente. Me desnudaban y reorganizaban mis ideas. Sentimientos escondidos, difíciles, casi inertes. Así que cuando llegaba la inspiración, trataba de crear algo a partir de esos sentimientos, tratando de que a la mañana siguiente al despertar y releerlo de nuevo, me sintiera realizado y orgulloso de lo que había creado. Así, desde la primera vez, no he dejado de escribir cada vez que una parte de mí lo ha necesitado. Al igual que no he dejado el deporte ni tan siquiera la música, aunque cada vez haya menos tiempo.

(...)


Me gusta conocer, descubrir, probar cosas nuevas. Coger la guitarra y acordarme de aquella canción de aquella noche en la sala de ensayo. Coger un papel y un lápiz y dejar que las palabras fluyan, recordar que todavía soy capaz de crear alguna cosa nueva. Y coger una pelota, ponerla delante de un grupo de 10 niños y explicarles a qué juego vamos a jugar, acordándome de cuando yo era pequeño y de lo que el deporte logró despertar en mi mente. Tratando de que ellos, despierten también.


Recortes del trabajo "¿Qué clase de persona soy?", realizado en clase.


A.

domingo, 2 de noviembre de 2014

Retalls d'un somni




Ets la força d’un ona gegant que sorgix una volta en cada mil·leni
Com l’aigua freda que t’inunda i qüestiona la realitat sense avís previ.

Ets un somriure, una vida als llavis per cada una de les seues voreres
Com una imatge reflectida en l’ànima, on la veus i recordes qui eres.

Ets la vida en la gran essència, en una idea constant a la teua ment
Com les ganes de còrrer sense mirar arrere, fent-ho màgic, diferent

Ets tot allò que passa, que és, que sents i que tremola d’energia
Com la búsqueda d’un tresor que no trobes fins la primera llum del dia.

A.

lunes, 29 de septiembre de 2014

Nuestros pequeños tesoros.




Cansado y sediento consiguió llegar hasta su casa. Ante él se presentó su gran puerta de roble, gruesa, con tres varas metálicas que caían verticalmente hasta el suelo. La madera oscura, desgastada, ganaba claridad en algunas partes, especialmente en las más inferiores por el roce constante de las botas. Se quedó mirándola fijamente, como quien observa los dibujos de las nubes ante el paso del tiempo, mientras metía la mano en uno de sus bolsillos del pantalón. Sacó su vieja y robusta llave y se acercó a la puerta hasta estar prácticamente pegado a ella. Ladeó la cabeza y la apoyó suavemente sobre la puerta mientras buscaba a tientas la cerradura. Entró como quien visita un lugar nuevo, sorprendente y desconocido. El aire interior lo envolvió por completo mientras cerraba la puerta empujándola hacia detrás con el pie. Al siguiente instante el aire ya había inundado los pulmones y estremecido todo su cuerpo. Encarcelado durante años olía a madera desgastada y vieja. Era un olor cerrado, fuerte, abandonado, incluso picante, que provocó un profundo viaje a sus recuerdos, acrecentándolos más todavía.

Caminó por el pasillo apoyándose en la pared, como herido y moribundo, tratando de no pararse a cada pensamiento. Entró por la primera puerta a la izquierda y entró en su habitación. Se sorprendió al comprobar que todo estaba tal y como lo había dejado. Las cartas sobre la mesa, la rosa marchita en la pared, las botas de piel junto al armario, incluso su cama a medio hacer. Se sentó sobre ella mientras acariciaba las sábanas y contemplaba toda su vida entre cuatro paredes. Giró la cabeza y rebuscó entre los papeles. En ese momento, motas de polvo despegaron hasta quedarse suspendidas en el aire. Cogió el primer sobre y sacó la cadena que aguardaba. Estaba partida en tres trozos y oxidada en algunas partes. Su colgante, la llave del Nilo, seguía intacto y brillando todavía. El segundo sobre contenía varias cartas, con letras y versos distintos. La tinta estaba corrida en algunas partes debido a la humedad. Algunas de aquellas cartas habían venido de muy lejos, de cuando estuvo al otro lado del charco y aprendió a crecer. Poco más arriba, la rosa colgaba de la pared, ya casi sin pétalos de tan disecada y estropeada que estaba. Se acercó para olerla pero ya no olía a nada. Sin embargo, al mirar en frente y verla reflejada sobre el espejo la sintió diferente. Era triste, delgada e inerte pero también extremadamente sensible. Era tan preciosa a través del espejo que no pudo dejar de mirarla durante minutos. Recordó la rosa con un color rojo sangre, brillando de alegría en plena juventud aquel día de poniente cuando la recogió.

Aramis se paró un instante ese día y en ese lugar. La habitación parecía tan antigua para él que ya casi ni recordaba quién había sido. Fue como todas aquellas veces que nos paramos más de un minuto en contemplar nuestros pequeños tesoros, aquellos que nos han hecho daño y aquellos que nos han dado más motivos por los que vivir. Los que nos han hecho fuertes, los que nos han cambiado, madurado e incluso enseñado a pensar diferente. Algunos hasta le resultaban extraños después de todo. Pero Aramis los quería a todos ellos tanto como a sí mismo. Eran parte de él y de su historia. Esa orgullosa historia de la que se sentía protagonista. Y así continuaría, coleccionando cada uno de los objetos, para bien o para mal, arrancando un pétalo de rosa al salir.

A.

lunes, 7 de julio de 2014

No se sabe el qué





Venía de un lugar muy muy lejano, tan lejano como el suyo, donde sus lugares también lo eran entre sí. La vio sonriendo, bailando con un hombre alto y fuerte que presumía cortejarla. No parecían conocerse mucho más de lo que él la conocía. Sin embargo, ellos bailaban pegados mientras él la observaba sentado con su copa, respirando el aire del oeste, esperando su oportunidad. Esa misma tarde la había visto por primera vez en su nuevo hotel, mientras cogía sus credenciales en recepción. Quizás no era la historia más bonita, ni tan si quiera la más especial, pero era una de esas historias que se cuentan por la gran poca cantidad de cosas que suceden y por las pocas palabras que se dicen, muchas menos de las que se piensan e increíblemente menos de las que se sienten.

Él estaba con un amigo y junto a los amigos de ella. Todos venían del mismo hotel. Disfrutaba del momento, alejado de su pequeño mundo, ilusionado con poder hablarle. En ese momento, ella se sentó a su lado mientras contaba aterrorizada que aquel hombre le había pedido sin rodeos pasar la noche en su cama. Sus amigos sorprendidos reían y ella, un poco avergonzada, agachó la cabeza. Cuando la levantó, él estaba en frente suya, con la comisura de los labios entreabierta esperando decir alguna cosa ingeniosa que la hiciera sonreír. Pero buscaba una sonrisa diferente a las demás, egoísta, quería una sonrisa para él.

Tuvo su sonrisa, su nombre, un sueño y algunas cosas más que se esfuerza por recordar. A la vuelta al hotel, cansados, se recostaron en la sala común esperando terminar la noche. Él seguía observándola por momentos esperando conectar con su mirada, tanto que incluso a veces lo conseguía. Pronto ella se despidió y en principio, para siempre. Iba a ducharse y a dormir ya que al día siguiente abandonaba la ciudad. Minutos después, intentando recordar una conversación de aquella noche en la que ella mencionaba en qué piso dormía, se despidió él también. Pero no fue a su habitación sino que subió y bajó escaleras, recorrió los pasillos del cuarto, quinto y sexto piso, observando cada una de las puertas del hotel hasta que su paciencia, su cansancio y su cordura le permitieron. Tan solo quería verla una vez más en persona, decirle que le habría gustado ser aquel tipo fuerte y guapo que bailaba junto a ella, que no entendía el porqué de nada y que sentía no se sabe el qué. Pero fue imposible verla de nuevo. Le habría gustado enseñarle su corazón de piedra, inerte, que tan solo ella desde hacía muchísimo tiempo había conseguido remover por un instante, por una noche, por una pequeña e insignificante ilusión. Y eso que ni tan siquiera llevaba una semana en aquella ciudad.

Desde entonces sabe que algún día en un cuarto, quinto o sexto piso de no importa qué ciudad, bailará con ella.


                                                                                                         A.