lunes, 29 de septiembre de 2014

Nuestros pequeños tesoros.




Cansado y sediento consiguió llegar hasta su casa. Ante él se presentó su gran puerta de roble, gruesa, con tres varas metálicas que caían verticalmente hasta el suelo. La madera oscura, desgastada, ganaba claridad en algunas partes, especialmente en las más inferiores por el roce constante de las botas. Se quedó mirándola fijamente, como quien observa los dibujos de las nubes ante el paso del tiempo, mientras metía la mano en uno de sus bolsillos del pantalón. Sacó su vieja y robusta llave y se acercó a la puerta hasta estar prácticamente pegado a ella. Ladeó la cabeza y la apoyó suavemente sobre la puerta mientras buscaba a tientas la cerradura. Entró como quien visita un lugar nuevo, sorprendente y desconocido. El aire interior lo envolvió por completo mientras cerraba la puerta empujándola hacia detrás con el pie. Al siguiente instante el aire ya había inundado los pulmones y estremecido todo su cuerpo. Encarcelado durante años olía a madera desgastada y vieja. Era un olor cerrado, fuerte, abandonado, incluso picante, que provocó un profundo viaje a sus recuerdos, acrecentándolos más todavía.

Caminó por el pasillo apoyándose en la pared, como herido y moribundo, tratando de no pararse a cada pensamiento. Entró por la primera puerta a la izquierda y entró en su habitación. Se sorprendió al comprobar que todo estaba tal y como lo había dejado. Las cartas sobre la mesa, la rosa marchita en la pared, las botas de piel junto al armario, incluso su cama a medio hacer. Se sentó sobre ella mientras acariciaba las sábanas y contemplaba toda su vida entre cuatro paredes. Giró la cabeza y rebuscó entre los papeles. En ese momento, motas de polvo despegaron hasta quedarse suspendidas en el aire. Cogió el primer sobre y sacó la cadena que aguardaba. Estaba partida en tres trozos y oxidada en algunas partes. Su colgante, la llave del Nilo, seguía intacto y brillando todavía. El segundo sobre contenía varias cartas, con letras y versos distintos. La tinta estaba corrida en algunas partes debido a la humedad. Algunas de aquellas cartas habían venido de muy lejos, de cuando estuvo al otro lado del charco y aprendió a crecer. Poco más arriba, la rosa colgaba de la pared, ya casi sin pétalos de tan disecada y estropeada que estaba. Se acercó para olerla pero ya no olía a nada. Sin embargo, al mirar en frente y verla reflejada sobre el espejo la sintió diferente. Era triste, delgada e inerte pero también extremadamente sensible. Era tan preciosa a través del espejo que no pudo dejar de mirarla durante minutos. Recordó la rosa con un color rojo sangre, brillando de alegría en plena juventud aquel día de poniente cuando la recogió.

Aramis se paró un instante ese día y en ese lugar. La habitación parecía tan antigua para él que ya casi ni recordaba quién había sido. Fue como todas aquellas veces que nos paramos más de un minuto en contemplar nuestros pequeños tesoros, aquellos que nos han hecho daño y aquellos que nos han dado más motivos por los que vivir. Los que nos han hecho fuertes, los que nos han cambiado, madurado e incluso enseñado a pensar diferente. Algunos hasta le resultaban extraños después de todo. Pero Aramis los quería a todos ellos tanto como a sí mismo. Eran parte de él y de su historia. Esa orgullosa historia de la que se sentía protagonista. Y así continuaría, coleccionando cada uno de los objetos, para bien o para mal, arrancando un pétalo de rosa al salir.

A.

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