Cansado y sediento consiguió llegar hasta su casa.
Ante él se presentó su gran puerta de roble, gruesa, con tres varas metálicas que
caían verticalmente hasta el suelo. La madera oscura, desgastada, ganaba
claridad en algunas partes, especialmente en las más inferiores por el roce constante
de las botas. Se quedó mirándola fijamente, como quien observa los dibujos de
las nubes ante el paso del tiempo, mientras metía la mano en uno de sus
bolsillos del pantalón. Sacó su vieja y robusta llave y se acercó a la puerta
hasta estar prácticamente pegado a ella. Ladeó la cabeza y la apoyó suavemente
sobre la puerta mientras buscaba a tientas la cerradura. Entró como quien visita
un lugar nuevo, sorprendente y desconocido. El aire interior lo envolvió por
completo mientras cerraba la puerta empujándola hacia detrás con el pie. Al
siguiente instante el aire ya había inundado los pulmones y estremecido todo su
cuerpo. Encarcelado durante años olía a madera desgastada y vieja. Era un olor
cerrado, fuerte, abandonado, incluso picante, que provocó un profundo viaje a
sus recuerdos, acrecentándolos más todavía.
Caminó por el pasillo apoyándose en la pared, como
herido y moribundo, tratando de no pararse a cada pensamiento. Entró por la
primera puerta a la izquierda y entró en su habitación. Se sorprendió al
comprobar que todo estaba tal y como lo había dejado. Las cartas sobre la mesa,
la rosa marchita en la pared, las botas de piel junto al armario, incluso su
cama a medio hacer. Se sentó sobre ella mientras acariciaba las sábanas y
contemplaba toda su vida entre cuatro paredes. Giró la cabeza y rebuscó entre
los papeles. En ese momento, motas de polvo despegaron hasta quedarse
suspendidas en el aire. Cogió el primer sobre y sacó la cadena que aguardaba. Estaba
partida en tres trozos y oxidada en algunas partes. Su colgante, la llave del
Nilo, seguía intacto y brillando todavía. El segundo sobre contenía varias
cartas, con letras y versos distintos. La tinta estaba corrida en algunas
partes debido a la humedad. Algunas de aquellas cartas habían venido de muy
lejos, de cuando estuvo al otro lado del charco y aprendió a crecer. Poco más
arriba, la rosa colgaba de la pared, ya casi sin pétalos de tan disecada y
estropeada que estaba. Se acercó para olerla pero ya no olía a nada. Sin
embargo, al mirar en frente y verla reflejada sobre el espejo la sintió
diferente. Era triste, delgada e inerte pero también extremadamente sensible. Era
tan preciosa a través del espejo que no pudo dejar de mirarla durante minutos. Recordó
la rosa con un color rojo sangre, brillando de alegría en plena juventud aquel
día de poniente cuando la recogió.
Aramis se paró un instante ese día y en ese lugar.
La habitación parecía tan antigua para él que ya casi ni recordaba quién había
sido. Fue como todas aquellas veces que nos paramos más de un minuto en
contemplar nuestros pequeños tesoros, aquellos que nos han hecho daño y aquellos
que nos han dado más motivos por los que vivir. Los que nos han hecho fuertes,
los que nos han cambiado, madurado e incluso enseñado a pensar diferente.
Algunos hasta le resultaban extraños después de todo. Pero Aramis los quería a
todos ellos tanto como a sí mismo. Eran parte de él y de su historia. Esa
orgullosa historia de la que se sentía protagonista. Y así continuaría,
coleccionando cada uno de los objetos, para bien o para mal, arrancando un
pétalo de rosa al salir.
A.