Parte 5
Jerome
dio una segunda patada y consiguió abrir la puerta. Trató de avanzar, pero
apenas consiguió ver nada. El humo era tan denso y corrosivo que le impedía
abrir los ojos con claridad. Llevaba un pañuelo para respirar el poco oxígeno
que quedaba. El fuego iluminaba intermitentemente la habitación y se propagaba
principalmente por las paredes y el techo. Caminó cauteloso, soportando el
flagrante calor, entre las primeras pequeñas montañas de cenizas y de alguna
madera encendida.
-
¡Aramis,
Fleur! ¿Dónde estáis? ¡Aramis! -Exclamó Jerome muy asustado-.
Avanzó a
tientas, tratando de no quemarse, cuando escuchó una tos seca unos metros más
adelante. Jerome se acercó mucho más decidido y reconoció el vestido blanco con
aquellos estampados de flores tan hermosos. Del vestido blanco lino ya no
quedaba prácticamente nada, solo manchas de ceniza negra. Su trenza se había
quemado y comenzaba a deshacerse.
-
¡Fleur!
¿Estás bien?
-
¡Aramis!
Busca a Aramis, por favor.
Fleur se
incorporó muy lentamente y agarró lo que quedaba de su vestido por la parte
inferior. Tensó sus manos y con varios tirones muy bruscos consiguió quedarse
con un pedazo de tela que se llevó rápidamente a la cara para protegerse del
humo. Fleur salió al rellano para respirar y lograr al fin, dejar de toser.
Jerome continuó gritando el nombre de su amigo, pero nadie respondió. Miró a su
alrededor y observó un montón de escombros, maderas candentes y superpuestas
que se habían desprendido del techo. De pronto, entre aquellos restos, vio el
jubón de Aramis. Rápidamente puso el pañuelo en sus manos y comenzó a apartar
las vigas de maderas con gran esfuerzo. Al coger la primera, sus manos se
quemaron y gritó de dolor. Aun así, continuó apartando una tras otra. Su amigo
estaba allí debajo, pero era consciente de que no podría resistir mucho más; el
calor comenzaba a hacerse insoportable. En ese momento, Fleur apareció a su
lado, mucho más serena que antes, y comenzó a retirar algunas maderas también. Sus
guantes blanco lino le ayudaron a soportar el dolor.
En poco más
de un minuto consiguieron retirar todos los escombros y entre los dos
arrastraron a Aramis fuera de la habitación y continuaron por las escaleras
hacia la planta baja. Allí, Jerome le hizo un gesto a Fleur y giraron por el
pasillo hacia una puerta trasera. En ese instante, se abrió la puerta principal
y entraron tres hombres con sus espadas desenvainadas. Fleur y Jerome acostaron
rápidamente a Aramis, arrinconado en una de las paredes. Jerome sacó su espada
y caminó hacia ellos muy seguro de sí mismo. Fleur se arrodilló al lado de
Aramis, dejó su espada acostada y trató de despertarlo. Desesperada lo
zarandeó, le gritó y le suplicó:
- ¡Aramis
despierta, no te rindas por favor! Estoy aquí, todavía estoy aquí. No quiero
que te vayas, no decidas por mí. Sabes lo que siento y lo difícil que es todo
esto. No te rindas Aramis, eres un mosquetero, mi mosquetero-. Fleur le abrió
un poco su camisa y apoyó la cabeza en su pecho. Se concentró y sintió cómo el
corazón le latía débil, descompasado, pero latía.
Fleur
recobró un ápice de esperanza y trató de centrarse y pensar. No soportaba la
idea de perderlo para siempre. Entonces se cercioró de que Jerome estaba
ganando tiempo, zascandileaba por el pasillo intimidando a sus adversarios,
sonriendo. Ninguno de ellos se atrevía a dar la primera estocada. Ninguno
quería ser el primero en morir.
Finalmente,
dos de ellos se decidieron y lanzaron dos estocadas simultáneas. Jerome no tuvo
más remedio que retroceder. Los golpes se sucedían: algunos los paraba con la
espada, otros los esquivaba; pero no dejaba de caminar hacia detrás y cada vez
se encontraba más cerca de Fleur y de Aramis. Debía hacer algo. Decidió cambiar
su actitud y trató de separarlos lanzando continuas y potentes estocadas.
Consiguió dividirlos y pudo clavar su espada en el pecho de uno de sus
agresores. Reculó sutilmente para protegerse de los otros dos, mientras veía
cómo se desangraba. De pronto, uno de
ellos corrió rápidamente a por él y logró embestirle tan fuerte con el choque
de espadas que cayeron al suelo.
Mientras
tanto, el tercero se acercó hacia Fleur y Aramis que se encontraban a escasos
metros más atrás. Miró a Fleur que continuaba de rodillas y le sonrió; lo tenía
hecho. Cargó su espada y se dispuso a terminar con el sufrimiento de Aramis. De
repente, Fleur sacó la espada de Aramis de su jubón y se la clavó en el muslo
de donde empezó a borbotar mucha sangre; la femoral debía estar destrozada. El
hombre anonadado, cayó al suelo y quedó inmóvil.
Jerome y
aquel soldado lucharon únicamente con sus manos durante varios minutos. En un
momento dado, Jerome vio cómo Fleur atravesaba con la espada el cuerpo de su
contrincante, que cayó de rodillas, fulminado. Ella sola había terminado con
dos de ellos. No sabía por qué, pero no le sorprendía.
El humo empezaba a
descender y sin más dilación decidieron arrastrar a Aramis fuera de la casa.
Fleur lo tapó con su propia capa y decidieron reunirse con los demás. Al girar
la esquina vieron el establo arder completamente y cómo las puertas se abrían
de golpe y salían Porthos y Athos con los caballos. Había cuerpos abatidos por
todas partes, pero no mucho más lejos de allí se encontraba el duque de
Chambèry con todavía 20 hombres por lo menos. Ninguno tenía intuición de huir.
Los dos bandos se acercaron lentamente hasta que el duque, con una sonrisa
dijo:
-
Dejad
esto de una vez. No tenéis nada que hacer.
-
No
es justo que tengas a alguien contra su voluntad. -dijo Jerome-.
- ¿Voluntad?
De eso muy pocos hombres tienen el honor de poseer, y yo soy uno de ellos.
Fleur, mi vida, sube a lomos de mi caballo y vayámonos. Perdonaré la vida a tus
amigos, pero jamás los volverás a ver.
- Porthos
y Jerome dieron un paso al frente y desafiaron a todo aquel grupo de soldados
mirando uno a uno.
Por su parte, Athos
hacía señales a Fleur para preguntarle por Aramis. Fleur aguantó el impulso de
romper a llorar mordiéndose el labio superior y le indicó dónde lo habían
dejado. Seguidamente Fleur cerró los ojos, soltó la espada de Aramis y comenzó
a caminar. Jerome hizo ademán de pararla, pero Fleur se lo impidió:
- No,
Jerome. Es lo mejor. -dijo Fleur-. Ya habéis luchado suficiente por mí. No se
si Aramis sobrevivirá y jamás me lo perdonaré. Es lo mejor para todos.
-
Él
siempre vuelve. -intervino Porthos mientras cogía su espada-. Deberías quedarte con nosotros y luchar.
- Lucharé desde el otro lado, os lo debo.
Fleur continuó hasta el conde, quien le tendió la mano. Ella subió con agilidad detrás de él. Sin dudarlo, el conde dio un giro y comenzó a trotar alejándose de ellos junto a su pequeño ejército. Jerome, muerto de rabia, alzó su espada y gritó junto a sus compañeros:
-
¡Todos
para uno!
Y a lo lejos, muy a lo
lejos, casi fuera de aquellos muros caminaba un hombre moribundo que trataba de
cortarles el paso a todos los jinetes, sin ni tan siquiera una espada. Con una
voz tosca, entrecortada, dolorida, pero valiente y confiada, Aramis respondió:
-
¡Y
uno para todos!
Todos los jinetes
comenzaron a cabalgar hacia él. Aramis consiguió esquivar a los primeros
caballos, tambaleándose de uno a otro, esquivando las espadas y a los animales,
hasta que uno consiguió embestirlo, tirándolo a tierra y siendo pisoteado por
el resto que venían por detrás. Entre ellos, el caballo del conde de Chambèry,
mientras se alejaba con su prometida. Jerome, Athos y Porthos decidieron no
seguirlos para darle a Aramis una oportunidad de sobrevivir. Aramis no sentía
nada, ni los brazos, ni las piernas, ni tan siquiera el aire de sus pulmones. No
había dolor, tan solo abrió los ojos y esperó su final, para poder volver a cerrarlos.
A.